Hay días así; mañanas que te levantas con ganas de comerte el mundo entre tostada y tostada. Sabéis de qué os hablo. Esas ganas de saltar sin miedo a la caída. Vendrá, la caída siempre llega. Pero una cosa es esperarla y otra temerla. Sales de casa y piensas que no tienes nada que perder por intentarlo. Hay días así, días Gotelé podríamos llamarlos.
El cielo, a veces, está Gotelé, como recién pintado. La cerveza, joder, esa cerveza fresquita que te pusieron el otro día en una jarra de cristal, también lo está. A ella, por ejemplo, le quedan tan Gotelé los pantalones nuevos. Y mis gatas, cuando ronronean. Y el partido de futbito con los amigos. Y más cosas que no tengo por qué contar, no insistáis.
Es apostar por uno mismo y gritarlo como grita Alfonso. Es agarrar el futuro por los pies y sacudirlo como sacude Alberto su guitarra o Manuel el bajo, con una mezcla de furia y viento. Es destripar el miedo como solo Cavero destripa la batería. Todo eso es Gotelé y algo más que no se explica porque se va nada más nombrarlo.
Ayer, sin ir más lejos, fue un día Gotelé. No el día entero, claro. De hecho, amaneció como un día más. A media tarde empezó a cambiar y al rato ya estaba todo pringado de Gotelé: los árboles, los pájaros, los bares… sobre todo los bares.
Y se encendieron las velas para crear ambiente. Y nos callamos las voces para escuchar el nuevo disco, el tercero ya, que le han llamado ‘Vertical’ por extraños motivos que solo ellos saben explicar. Y hubo que agarrarse a las sillas para no echarse a bailar, algo que, por otra parte, está sobrevalorado (dicen). Y perdimos la noción del tiempo y la serenidad.
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